Si Nirvana fuera hotel compraría acciones de tiempo compartido para viajar dos semanas de cada año, tomar una píldora psicotrópica no-adictiva para amar al prójimo, las plantas y los pelícanos en tanga y depilado. Si Nirvana fuera hotel confirmaríamos que la Utopía no es fumarola del pretérito, ni abono de futurología fantasmagórica… La Utopía es de cada Hoy que nos toca vivir, pero si fuera hotel sólo podría existir en México… en la costa del Pacífico, cerca de Acapulco (porque Acapulco somos todos).
A finales de la década psicodélica del siglo pasado, un orate iluminado que se llamó Timothy Leary fincó un credo sobre el axioma de que Dios es el Cerebro de cada alma y anduvo elevando a rangos académicos el estudio, fervor y febrícula por el LSD en la Universidad de Harvard con fantásticas excursiones de experimentación alucinante en el Hotel Catalina de Zihuatanejo, México. A los happenings del Catalina asistió Carlos Castaneda y otros intelectuales en busca de la llama eterna, humos de copal y de la risa, libertad sin atavismo alguno y mucho hongo verbal. Por algo el Paraíso al final del cuento de Stephen King que originó la película The Shawshank Redemption se localiza en Zi-hua-ta-ne-jo en voz de Morgan Freeman (quien también ha hecho el papel de Dios): los presos tras las rejas y todo esclavo del tedio de las rutinas insípidas hemos soñado con elevarnos en nubes naranjas al filo del mar y tan cerca de Acapulco.
Hace medio siglo la Universidad de Harvard terminó abruptamente con el proyecto policromado de Timothy Leary y creo que incluso le quitaron la cátedra, además de cancelar las vacaciones utópicas en el Hotel Catalina y todo eso se evaporó —como la década misma— en una triste nostalgia para nuestra infancia donde las balas que mataron a Martin Luther King, Bobby, Tlatelolco y toda la geografía de Vietnam asesinaron las flores que por unos segundos atragantaron a los fusiles… pero la CIA y las Buenas Conciencias, la Mano tendida y las peluquerías raparon las caballeras al vuelo de muchísimos sueños y medio siglo después, por supuesto no abogo por el desenfreno de las sustancias y la liberación de todo delirio, pero cada minuto que pasa confirma que llevamos más de medio siglo retrasando la seria discusión y sopesada alternativa de legislar responsablemente sobre el uso de toda sustancia liberadora de la mente y el alma a contrapelo de la necia desidia o abierto desdén ante el nefando imperio en el que se ha convertido todo el tráfico, tránsito y tráfago de las drogas… Si hubiera un Hotel para Nirvana, por lo menos nos queda el Teatro con mayúsculas.
Juan Villoro ha cumplido el sueño de Jorge Ibargüengoitia y se ha consolidado como uno de los dramaturgos más influyentes y divertidos de los escenarios de aquí y de allá. No es la primera vez que Tony Castro lee como en braille los parlamentos, diálogos, nudos y situaciones teatrales de la tinta Villoro para cuajar como Director un festín en escena: con estas líneas aplaudo a la Compañía Nacional de Teatro, a todos y cada uno de los artistas que se transforman en personajes, a la música originalísima, las luces precisas, la escenografía tropical y cada elemento que ha hecho posible la aparición de Hotel Nirvana en el Centro Nacional de las Artes de México.
Durante un par de horas he levitado con axiomas donde los colores son palabras al azar, bailado a ritmos de la era de Acuario y entre flores inmensas bajo un cielo de diamantes, hipnotizado otra vez por la voz planetaria que me recuerda que somos no más que polvo de estrellas hechos carne y huesos. Me enamoré de una musa que se alquila para soñar al filo de la playa, pues sin tocarla nos besamos sin que nadie más en las butacas advirtiera el embeleso y he deambulado en carcajadas por el gran actor Beristáin como burócrata drogado con una suerte de amor universal y revolucionario de arriba y adelante al tiempo que una doña se descubre libremente enamorada de una monja fugada del convento que le da un sentido totalmente erótico al trinomio de la Fe-Esperanza y Caridad.
En varias escenas parece aletear con su abanico un barbón de lentes oscuros que intenta jalar las riendas del delirante indígena alcoholizado que parece hablar en peyote al aullarle a la Luna y el lanchero que se emplea como mozo para limpiar la alberca del Hotel como Templo de Nirvana donde sesiona el Gran Gurú, el Gringo de la sonrisa impoluta que oye voces y receta pequeñas dosis de conocimiento puro con una pastilla llamada Logos, nunca mejor dicho. Son sesiones de libre asociación al filo del mar de las butacas de un teatro donde nosotros somos el mar y sus oleajes son nuestra reacción a las alucinaciones y conciencias de los personajes que malabarean con sus revelaciones todas las formas geométricas y todas las maneras y manías del Ser.
Al final, Nirvana es no más que la efímera epifanía de asistir al teatro. Sentarse en asombro ante la única comprobación fehaciente que tiene un escritor sobre la existencia y reacción de sus lectores y azoro feliz ante la profesional labor de quien dirige la partitura de varias voces de personajes que somos todos en un momento congelado hacía medio siglo… cuando de niños soñábamos que todo se volvería un campo interminable de fresas.
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